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martes, 11 de octubre de 2011

El Jardín de mi vida.

Bueno, lo siguiente que creo que debo hacer para empezar poco a poco es explicar que motivos me llevaron a plantearme un cambio. Ese cambio del que tanto he hablado. Pues bien he aquí la razón...


Hace unos diez años me casé siendo aún muy joven, formamos una estupenda familia Guillermo y yo. Tenemos dos hijos maravillosos, Sarah, ella es mi fuerza, mi empuje, mi razón de vivir y al poco tiempo vino Daniel, mi delirio, mi debilidad.

Supongo que como todos los que somos padres, intentamos no cometer los errores que han cometido con nosotros, pero quizás al intentar huir de un peligro nos encontramos con otro a veces peor.

Hay muchos comportamientos que yo vi en mis padres cuando era niña que no me han aportado nada bueno y justo esas cosas son las que me refiero que intento cambiar. Me he jurado no cometer aquellos errores que más que alegría me han ocasionado malestar, inseguridades y muchos miedos que no viene al caso contar (por ahora).

Pues bien, un día no muy lejano me quede sorprendida al ver que sin darme cuenta, mi hija estaba haciendo lo mismo que hice yo y lo que creo que hacemos todos. No hacer lo que nuestros padres nos enseñan y nos  dicen, sino imitar lo que vemos que ellos hacen y de esa manera adquirimos los malos hábitos y nos nutrimos de unos "no muy buenos referentes" y digo que no somos buenos referentes porque si nos imitan copiaran todos aquellos comportamientos que a nosotros nos inculcaron y que juramos que no les transmitiríamos. ¡Vaya jugada!

Recapitulemos, he perdido mis fuerzas en el camino charlando con mis hijos, explicándoles como han de ser las cosas, allanándole el suelo para que su camino sea más ligero y ahora resulta que ellos estaban aprendiendo más cuando yo pensaba que no me miraban. Imitándome...

¡Ése ha sido mi gran descubrimiento!

 Pues ahí llegó el momento del cambio, cuando me di cuenta de que aparte de explicarles y decirles como debían ser las cosas, tenía que cambiar yo. Superar todos aquellos problemas y carencias que arrastraba de mi infancia y de mi adultez también. Con el único propósito de estar bien para que ellos tengan un buen patrón al que imitar.

Y con la única intención de introducir a mis hijos a esta nueva situación, me senté a escribir un cuento donde explicarles como me sentía y que mejor manera de llegar a un pequeño que por medio de un cuento.
He aquí la historia...


Había una vez una preciosa niña que vivía en un castillo, su padre era un hombre muy trabajador que pasaba mucho tiempo entregado a su trabajo y la niña pasaba todo el tiempo con su mamá encerrada en aquel castillo. A su madre le encantaban las flores y tenía un hermoso jardín.
La niña cada mañana veía a su mamá preocuparse por las hermosas amapolas y las brillantes orquídeas que crecían en sus tierras, las regaba, le cortaba las hojas secas, las mimaba, pasaba horas y horas mirándolas, cuidándolas con todo su amor.
Las horas pasaban y ella seguía allí, hasta que se escuchaban unas llaves a lo lejos, era su padre que llegaba después de muchas horas de trabajo, agotado. La niña salía corriendo a sus brazos a recibirlo y él cansado y acalorado del duro día entraba rápido a casa, deseando darse un baño y descansar.
En su intento de entrar pronto a casa pisaba algunas flores del camino, las mismas que su mamá llevaba todo el día tratando con tanto mimo.
A la mañana siguiente se repetía la misma escena, papá se iba a trabajar y mamá volvía a sacar sus instrumentos para salir a cuidar su jardín y a reparar todas aquellas que quedaron dañadas por la llegada de su esposo la noche anterior.
Cada vez que venía algún amigo a su castillo, su marido no hacía más que presumir de su jardín, de las preciosas flores que se daban en aquellas tierras. Se sentía muy orgulloso de la belleza de aquel espacio, pero nunca trabajó por cuidarlo, ni pasó con cuidado de no dañarlas, ya había quien se encargaba de cuidarlas.
La madre de la niña que no hacía otra cosa que  cuidar aquellas flores, apenas tenía tiempo para ella, su entrega era total, pero a ella no le importaba ya que creía que aquella era su obligación.
Un día la mamá enfermo y no pudo ir a cuidar sus flores como siempre hacía, en varias semanas empezaron a secarse todas aquellas plantas y poco a poco el brillante jardín que lucía el castillo quedo convertido en un trozo de tierra seca y árida que daba mucho miedo cruzar por él en la oscuridad de la noche.
Una triste mañana llego a los oídos de la niña la noticia que nunca hubiera querido escuchar, su mama no pudo luchar más contra su enfermedad y tuvo que marchar. Ella muy triste corrió a buscarla, estaba segura de donde encontrarla, era en un lugar muy especial para ellas, un lugar donde pasó su vida,  aquella esquinita del jardín donde tantos días observaba a su mamá cuidar de aquellas flores con tanto amor y dedicación.
Pero la imagen que  encontró no era la esperada, ni su mamá estaba allí ni aquel lugar era el que había sido siempre, todo estaba abandonado, sucio, vacío…
En ese instante se dio cuenta de todo lo q había aprendido de su madre mientras la  observaba y nunca la ayudó, nunca mostró interés en hacerlo con ella y ahora su mamá no estaba y le tocaba a ella cuidar aquel jardín como a su madre le hubiera gustado.
Pasaron los años y la niña se hizo una mujer. Cada mañana se levantaba y antes de lavarse la cara salía al jardín a cuidar aquellas flores, tal y como hacia su mamá y al llegar su marido del trabajo de lejos le decía “ya estoy aquí cariño” y cuando ella levantó la cabeza para saludarle vio como él pisaba las flores que se encontraba a su paso,  justo en ese momento recordó a su papá y a su mamá viviendo la misma situación, enseguida miro hacia la esquina  donde ella se escondía para observar a su  mamá y allí se encontró a sus dos hijos observándola a ella también.
En ese mismo instante se dio cuenta de todo, pudo ver que aquel jardín era de todos y todos debían cuidarlo, no solo ella.  Pudo ver cómo pasan por encima de ella y su esfuerzo pisando sus flores, despreciando su esfuerzo, pudo ver cómo vivía sólo para algo que quizás no debería ocuparle tanto tiempo, pudo ver como se había olvidado de ella misma tal y como lo olvidó su madre años atrás, pero lo más importante es que se dio cuenta que observando se aprende y que ella observo a un patrón equivocado y sin darse cuenta lo repitió, así que pensó...
-         ¿De veras es esto lo que quiero para mí?
-         ¿Y para mis hijos?
-         Cuando yo falte ¿quiero q mi hija cuide el jardín o que viva su vida y sea feliz?
Tardó un segundo en soltar  las tijeras de podar, se lavó las manos y tomando a sus hijos en brazos decidió cambiar, vivir, ser feliz porque entendió que cuando ella faltara las flores que no querría ver marchitas no eran exactamente las que había en aquel jardín.


(Esa preciosa niña soy yo y elijo vivir mi vida, sin dañar a nadie, pero tampoco siendo un utensilio para la felicidad de los demás dejando la mía en el camino.)


2 comentarios:

  1. Estoy de acuerdo contigo Diana, yo creo que los niños aprenden sobre todo de lo que ven que hacemos los adultos, y de cómo nos comportamos, no tanto de lo que les digamos. Supongo (porque no soy madre) que los padres tienen que tratar de guiar a sus hijos por la vida, ayudándoles a ser ellos mismos y a que se conozcan a sí mismos lo más posible, para que vivan sus propias vidas y no las que nadie decida por ellos.

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  2. Si Jimena, asi es, o así lo he entendido yo después de muchas vivencias y unos cuantos años siendo hija y ahora madre. No quiero dar a mis hijos el pescado en la mano, ni siquiera pretendo enseñarles a pescar, sólo les orientaré acerca de las herramientas con las que cuentan y ellos escogerán el pescado que quieren y la técnica que usarán.
    Un beso y gracias por visitar mi humilde diario.

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